De acuerdo, quizás no siempre sabemos lo que queremos, pero prefiero creer, como dice la canción, que no estamos locos. Aunque no siempre es posible, apuesto por la libertad de la persona de ser ella quien tenga la última palabra sobre si está loca o está cuerda. En muchas ocasiones la determinación de la cordura viene impuesta mediante un diagnóstico, de manos de un profesional de la salud mental. Son numerosas las ventajas de poseer un sistema diagnóstico de los trastornos mentales pero el propio hecho del diagnóstico puede acarrear consecuencias no deseadas.

Cordura, diagnóstico y estigma

En primer lugar, considero necesario cuestionar el concepto de cordura. Según los manuales usados para realizar diagnósticos, la diferencia entre una persona mentalmente sana y otra mentalmente insana, es que la segunda cumple con una serie de requisitos que permiten clasificarla como tal y dentro de una categoría determinada. De esta manera (y si se me permite la simplificación) dividiríamos a las personas entre cuerdas y no cuerdas. Y después clasificaríamos las personas no cuerdas en deprimidas, ansiosas, obsesivas y un largo etcétera.

No obstante, también tenemos la opción de imaginarnos el concepto de salud mental representado por una larga línea. En un extremo de esa línea estaría la ausencia total de locura, y en el otro la locura en su máxima expresión. Cada uno de nosotros estaríamos situados en algún punto de esa línea, y probablemente nos iríamos desplazando ligeramente hacia uno u otro extremo en función de las experiencias que vamos viviendo. Prefiero este planteamiento porque comporta la aceptación de la existencia de ciertos rasgos de cordura y de locura en todos y cada uno de nosotros.

Por otra parte, el concepto de cordura está relacionado con el contexto social en el que nos encontramos. Por ejemplo, una persona extremadamente ordenada, rígidamente disciplinada y controladora podría pasar por un ciudadano ejemplar en una sociedad como la alemana, caracterizada por el orden y la organización. Si esa misma persona estuviera en Brasil, donde se vive a un ritmo más relajado, probablemente sería  señalado como alguien “anormal” y serio candidato para un diagnóstico de Trastorno Obsesivo Compulsivo. Imaginemos ahora una persona que afirma que oye voces en su cabeza y que tiene visiones. Automáticamente diríamos que se trata de alucinaciones y apostaríamos por un caso de esquizofrenia. ¿Qué pasaría si esa misma persona viviera en la India, donde el misticismo religioso es parte de la cultura? Probablemente su comportamiento sería aceptado.

En cuanto al diagnóstico, uno de los riesgos que comporta su uso es el de forzar la visión del problema que afecta al paciente desde la perspectiva de los manuales de psicopatología en los que se definen los trastornos. Así, si un niño muestra falta de atención y sus padres afirman que es “muy movido”, el planteamiento de un hipotético caso de Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), se establecerá como punto de partida, condicionando un probable diagnóstico en esa línea. De alguna manera se trata de hacer encajar la sintomatología del paciente con el sistema clasificatorio existente. En otras palabras, podríamos llegar a decir que el diagnóstico “inventa la enfermedad”. Si, por el contrario, dejamos de lado el diagnóstico, se nos brinda la oportunidad de conocer las características del caso concreto y de entender cómo funciona realmente el problema.

Por otra parte, el uso del diagnóstico supone el etiquetado de la persona. Este etiquetado puede provocar cierto estigma social o prejuicio, tanto des del punto de vista de los demás como del propio afectado. El hecho de que la persona asuma el diagnóstico que ha recibido y, por tanto, se atribuya las características correspondientes a su trastorno puede provocar que actúe de la manera que se espera que actúe, cayendo en la trampa de la profecía autocumplida. De esta manera, una persona que ha sido diagnosticada de agorafobia pero que no le teme a viajar en coche y que, consultando en Internet los síntomas que componen el cuadro sintomático del trastorno agorafóbico, comprueba que la ansiedad se puede producir también en viajes en coche, probablemente acabará ampliando sus temores a ese contexto.

En resumen, a la hora de abordar un problema, resulta mucho más útil y constructivo conocer a fondo cómo éste funciona que asignar al paciente etiquetas diagnósticas que acaben formando parte del problema.