Desde los orígenes de la historia de la humanidad, la compasión y la empatía han estado presentes. Podríamos seguir su rastro a través de la sabiduría de las primeras civilizaciones, de las enseñanzas de los escritos sagrados de todas las religiones y de las expresiones artísticas y literarias de cualquier época. También encontraríamos relatos de tiempos de guerra en los que el perdón y la compasión se abrieron paso a través de la destrucción y la desesperación. Historias de treguas espontáneas en el campo de batalla, de piedad ante los indefensos heridos, de honor hacia un enemigo que, de pronto percibido como un hermano. Este recorrido también nos llevaría a historias como la de Oskar Schlinder, llevada a la gran pantalla por Steven Spielberg.

¿Somos compasivos por naturaleza?

Compadecernos del dolor del otro significa ser capaz de entender lo que siente e, incluso, experimentar sus mismas emociones. A nivel neurológico, el desarrollo de las técnicas de neuroimagen ha permitido conocer cuáles son las estructuras neuronales implicadas en la compasión y la empatía. El estudio de las neuronas espejo ha permitido comprobar cómo se produce una mayor activación de estas en los individuos con una mayor empatía.

¿Podemos hablar, sin embargo, de que compadecernos del dolor ajeno es algo innato en el ser humano? El académico Robert Wright afirma que la compasión es, a nivel genético, una manera de favorecer la supervivencia de los individuos y de las especies. De alguna manera la máxima “trata a los demás como quisieras que te trataran a ti” está incorporada de manera innata en el ser humano para favorecer su supervivencia. De esta manera tendemos a tener compasión por los demás, esperando que más tarde hagan lo mismo por nosotros.

¿Por qué no se produce siempre?

Pero teniendo en cuenta que la compasión ha estado presente durante toda la historia de la humanidad y que la podemos considerar como un rasgo innato del ser humano, ¿por qué no se produce siempre? En mi opinión, el motivo es que en muchos casos actuamos como “jugadores de juegos de suma cero”.. Juegos de suma cero es un concepto de la Teoría de Juegos que describe aquellas situaciones en las que la ganancia de un jugador corresponde exactamente a la pérdida del otro. Si jugamos un partido de fútbol, ​​cada gol que marco es una ganancia para mi equipo y una pérdida equivalente para el contrario. Si jugamos al póquer, el dinero que yo pierdo se lo embolsan mis rivales. Al final, el balance entre las ganancias de unos y las pérdidas de los otros es igual a cero. De ahí el nombre del concepto. Pero también existen juegos de suma “no cero”. Son aquellos en los que la suma de las ganancias y pérdidas da como resultado un número diferente a cero. Un ejemplo sería una discusión entre dos personas, las cuales acaban cediendo en cierto grado con el fin de llegar a un acuerdo, renunciando parcialmente a sus respectivos puntos de vista. Las dos personas experimentarían una pérdida relacionada con un cierto grado de renuncia, y una ganancia relacionada con el acuerdo obtenido. Otro ejemplo sería la guerra, en la que, a pesar de que siempre hay un vencedor oficial, ambos bandos pierden, y la suma de ganancias y pérdidas nunca es igual a cero.

Pues bien, por desgracia, muy a menudo vivimos la vida como jugadores de juegos de suma cero. Cuando nos adelanta un coche en un atasco de tráfico, o cuando la cola del supermercado en la que esperamos avanza más lentamente que las demás, sentimos que sufrimos una pérdida. Realmente no es una pérdida, pero la mentalidad de jugador de juego de suma cero nos hace ver, en la ganancia del otro, nuestra pérdida.

Considero, por tanto, que la tendencia a ver la vida como un juego de suma cero es el principal enemigo de la compasión. Cuando el dolor del otro nos toca directamente por que la persona que lo padece forma parte de nuestro círculo cercano, la compasión es inevitable ya que sentimos una pérdida directa. En cambio, cuando se trata de una persona con la que no tenemos un vínculo directo, con la que no nos sentimos identificados o que vive a miles de kilómetros de nosotros, difícilmente sentiremos una pérdida real. Si consiguiéramos tener siempre una mentalidad de jugadores de juegos de sumas no cero sentiríamos nuestra la pérdida del otro, así como sentiríamos nuestra su ganancia también. Esto no sólo favorecería un incremento de la compasión en aquellas personas que decidieran tomar este camino, si no que provocaría una reacción en cadena, tal y como narra Paul Watzlawick en la obra “Lo malo de lo bueno” (1986):

“…cuando Cacciavillani le entregó el monedero, le explicó dónde lo había encontrado y por añadidura tuvo el gusto de renunciar a la gratificación que el otro (sin gran entusiasmo) le quería pagar. Se dio la coincidencia de que el propietario de aquel monedero era él mismo un jugador de sumas a cero. «Fantástico», se dijo a sí mismo cuando Cacciavillani se hubo ido, «nunca hubiese pensado recuperar mi monedero en un par de horas. Pero, dicho con franqueza, uno tiene que ser tonto de remate para devolver dinero encontrado». En esto se equivocaba el hombre, pues, sin saberlo él, Cacciavillani le había impuesto por su parte las reglas de aquel juego extraño, y cuando la próxima vez en su vida se encontró en una situación parecida, él también se comportó como un «tonto de remate».”